La injerencia de los Estados Unidos
en los asuntos internos de Cuba ha dejado profundas huellas en la
memoria de los cubanos, y debe ser entendida como el contexto en el cual
Cuba aborda el diálogo con los Estados Unidos.
Para poder hacer una mejor valoración de
los recientes cambios en las relaciones entre los Estados Unidos y
Cuba, es necesario que tengamos una mejor comprensión de la historia.
Muchos de los debates que se han producido en los Estados Unidos durante las últimas semanas se han centrado en las diversas formas de revertir el impacto que más de 50 años de la historia reciente han causado, catalogados por el diario The Wall Street Journal como un periodo de “relaciones muy tensas”.
Pero Cuba ha experimentado estos años de “relaciones muy tensas” de una manera muy diferente a la manera en que lo han experimentado los Estados Unidos. En Cuba, este periodo de “relaciones muy tensas” ha significado medio siglo de esfuerzos sostenidos por parte de los Estados Unidos para promover un cambio de régimen, entre los cuales se incluyen las sanciones económicas punitivas y el aislamiento político, una invasión armada, innumerables planes de asesinato contra líderes cubanos y años de operaciones encubiertas, entre ellas los sabotajes a la agricultura, la industria y el transporte en Cuba.
Pero al decirlo así parecería tratarse de un asunto demasiado simple. En realidad, la memoria de los cubanos se adentra profundamente en el pasado y se remonta a los 150 años de política estadounidense destinada a obstruir la soberanía y la autodeterminación cubanas. La injerencia de los Estados Unidos en los asuntos internos de Cuba ha dejado profundas huellas en la memoria de los cubanos, y debe ser entendida como el contexto en el cual Cuba aborda el diálogo con los Estados Unidos.
Ese es el motivo por el cual los cubanos tratan a los Estados Unidos con recelo. Esa es la razón por la cual el 17 de diciembre el Presidente Raúl Castro hizo referencia al compromiso que tenían los cubanos de “ser fieles a nuestros ideales de independencia”.
Aquellos que en los Estados Unidos defienden las tan bien acogidas iniciativas de reanudar el diálogo con Cuba, basan sus argumentos a favor del establecimiento de relaciones normales en el hecho de que las décadas de aislamiento político y de sanciones económicas no han podido producir los resultados deseados. La nueva política, según afirmó el Presidente Barack Obama, servirá para “poner fin a un enfoque anticuado”. Obama subrayó la necesidad de “intentar algo diferente”. La vieja política, según dijo, “no ha funcionado”.
Por supuesto, la política “no ha funcionado”. Es obvio que la aplicación de una nueva política está muy justificada. Pero también es cierto que los que defienden el cambio de un “enfoque anticuado” deben andarse con pies de plomo, porque en Cuba no es necesario tener mucha imaginación política para inferir, de un modo fatídico, cuál es el significado más amplio que han tenido los pronunciamientos que justifican el abandono de una política que “no ha funcionado” —¿no ha funcionado para qué? Es hora de intentar “algo diferente”— ¿para promover un cambio de régimen? ¿Acaso se puede deducir que lo que ha cambiado han sido los medios y no el fin?
En realidad, las razones que justifican un cambio de política serían mucho más avanzadas si se basaran en el hecho de que las relaciones diplomáticas normales le brindarían a los Estados Unidos “la oportunidad de influir en el curso de los acontecimientos”, tal y como ha expresado Obama.
Tampoco la desconfianza expresada oficialmente por Cuba se ha disipado con los tan publicitados encuentros, al parecer obligatorios, entre las delegaciones estadounidenses visitantes y los disidentes. Pudiéramos imaginar los alaridos de indignación en los Estados Unidos si una delegación oficial cubana se reuniera con representantes del movimiento Occupy Wall Street.
La tarea que tienen los Estados Unidos y Cuba tiene que ver tanto con el pasado como con el presente. Es preciso que el gobierno de Obama avance con mucho tacto.
* Louis A. Pérez Jr. es profesor J. Carlyle Sitterson de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, Estados Unidos.
Muchos de los debates que se han producido en los Estados Unidos durante las últimas semanas se han centrado en las diversas formas de revertir el impacto que más de 50 años de la historia reciente han causado, catalogados por el diario The Wall Street Journal como un periodo de “relaciones muy tensas”.
Pero Cuba ha experimentado estos años de “relaciones muy tensas” de una manera muy diferente a la manera en que lo han experimentado los Estados Unidos. En Cuba, este periodo de “relaciones muy tensas” ha significado medio siglo de esfuerzos sostenidos por parte de los Estados Unidos para promover un cambio de régimen, entre los cuales se incluyen las sanciones económicas punitivas y el aislamiento político, una invasión armada, innumerables planes de asesinato contra líderes cubanos y años de operaciones encubiertas, entre ellas los sabotajes a la agricultura, la industria y el transporte en Cuba.
Pero al decirlo así parecería tratarse de un asunto demasiado simple. En realidad, la memoria de los cubanos se adentra profundamente en el pasado y se remonta a los 150 años de política estadounidense destinada a obstruir la soberanía y la autodeterminación cubanas. La injerencia de los Estados Unidos en los asuntos internos de Cuba ha dejado profundas huellas en la memoria de los cubanos, y debe ser entendida como el contexto en el cual Cuba aborda el diálogo con los Estados Unidos.
Ese es el motivo por el cual los cubanos tratan a los Estados Unidos con recelo. Esa es la razón por la cual el 17 de diciembre el Presidente Raúl Castro hizo referencia al compromiso que tenían los cubanos de “ser fieles a nuestros ideales de independencia”.
Aquellos que en los Estados Unidos defienden las tan bien acogidas iniciativas de reanudar el diálogo con Cuba, basan sus argumentos a favor del establecimiento de relaciones normales en el hecho de que las décadas de aislamiento político y de sanciones económicas no han podido producir los resultados deseados. La nueva política, según afirmó el Presidente Barack Obama, servirá para “poner fin a un enfoque anticuado”. Obama subrayó la necesidad de “intentar algo diferente”. La vieja política, según dijo, “no ha funcionado”.
Por supuesto, la política “no ha funcionado”. Es obvio que la aplicación de una nueva política está muy justificada. Pero también es cierto que los que defienden el cambio de un “enfoque anticuado” deben andarse con pies de plomo, porque en Cuba no es necesario tener mucha imaginación política para inferir, de un modo fatídico, cuál es el significado más amplio que han tenido los pronunciamientos que justifican el abandono de una política que “no ha funcionado” —¿no ha funcionado para qué? Es hora de intentar “algo diferente”— ¿para promover un cambio de régimen? ¿Acaso se puede deducir que lo que ha cambiado han sido los medios y no el fin?
En realidad, las razones que justifican un cambio de política serían mucho más avanzadas si se basaran en el hecho de que las relaciones diplomáticas normales le brindarían a los Estados Unidos “la oportunidad de influir en el curso de los acontecimientos”, tal y como ha expresado Obama.
Tampoco la desconfianza expresada oficialmente por Cuba se ha disipado con los tan publicitados encuentros, al parecer obligatorios, entre las delegaciones estadounidenses visitantes y los disidentes. Pudiéramos imaginar los alaridos de indignación en los Estados Unidos si una delegación oficial cubana se reuniera con representantes del movimiento Occupy Wall Street.
La tarea que tienen los Estados Unidos y Cuba tiene que ver tanto con el pasado como con el presente. Es preciso que el gobierno de Obama avance con mucho tacto.
* Louis A. Pérez Jr. es profesor J. Carlyle Sitterson de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, Estados Unidos.
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