El presidente de la mayor potencia militar en la historia de la humanidad, Barack Obama, abrió una nueva fase de la intervención yanqui en Venezuela pues, según él, ese país representa una “amenaza inusual y extraordinaria” para la seguridad de Estados Unidos. Con el cinismo característico de los voceros imperialistas, el agresor quiere presentarse como víctima. ¿Cuál es en verdad la realidad?
El pueblo venezolano es un pueblo pacífico. La única experiencia que registra la historia sobre la salida de fuerzas armadas venezolanas más allá de las fronteras, data del siglo diecinueve, cuando las tropas dirigidas por el Libertador Simón Bolívar, salieron a luchar, junto a los pueblos de Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia, por la independencia, del imperio colonial español.
Nunca, desde entonces y hasta el presente, se ha conocido la presencia de nuestros soldados fuera de nuestra fronteras, salvo en ocasionales invitaciones a desfiles como los que se escenifican en aniversarios como, por ejemplo, de la Batalla de Ayacucho.
Pero ¿a cuento de qué viene esta queja del señor Obama? ¿Es creíble el absurdo de que un país como Venezuela pueda amenazar a una superpotencia como Estados Unidos?
El gobierno yanqui, desde los mismos días en que el comandante Hugo Chávez se perfilaba como claro ganador en las elecciones venezolanas de 1998, desató gigantescas campañas para presentar una imagen groseramente deformada del líder que se insurgía como un hombre que encarnaba las tradiciones patrióticas de nuestro pueblo y su firme compromiso con la causa popular.
Una vez que asume la presidencia, la campaña se arreció. Pero ya no solamente en términos de propaganda, sino de acciones para derrocarlo. Financiaron y coordinaron conspiraciones y golpes de Estado que fueron derrotados por la rápida movilización popular y los sectores patrióticos ampliamente mayoritarios dentro de la fuerza armada nacional.
Pero no han cesado de financiar y promover conspiraciones, así como todo género de actividades para desestabilizar y provocar el fracaso de los gobiernos bolivarianos, tanto de Chávez como de Nicolás Maduro. Fracasaron y siguen fracasando. Aun así, no rectifican. El sector más violento y más atado a los intereses de Estados Unidos, impone su política a los más tibios.
Ahora bien, cuando hablamos de los intereses de Estados Unidos, entre otros, nos referimos a las más grandes reservas petroleras del mundo y a la posición geopolítica de Venezuela. Dos factores estratégicos de primer orden que preocupan al imperio cuando se trata de un gobierno patriótico que claramente se reconoce como socialista.
Por patriotas, Hugo Chávez y Nicolás Maduro han sostenido una política nacional en el ejercicio de la propiedad sobre nuestro principal recurso natural. Pero, además, han impulsado una política de unidad de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), ente contra el cual las grandes potencias consumidoras de energía han maniobrado desde los tiempos de Henry Kissinger, tratando de destruirlo. Y casi habían logrado su objetivo cuando Hugo Chávez entra en el escenario petrolero mundial frustrando tales planes a los cuales servían gobiernos serviles.
Chávez y Maduro, por socialistas consecuentes, han aplicado políticas de distribución del ingreso, ya no para enriquecer a sectores privilegiados de Venezuela y de capital extranjero, sino para mejorar de manera consistente, las condiciones de vida del pueblo venezolano.
La mejoría en las condiciones materiales de existencia del pueblo venezolano y las políticas soberanas que caracterizan al gobierno, han hecho de Venezuela, un país fuerte, no tanto por sus riquezas como por su entereza bolivariana.
Pero, además de las políticas de cara al interés nacional, el comandante Hugo Chávez irrigó, literalmente, las semillas de la integración de Nuestra América que yacían dormidas desde los tiempos de Bolívar. Nacieron así, Alba, Petrocaribe, Unasur, Celac. Bajo su liderazgo, Bolívar dejó de ser reliquia para la veneración y cobró, de nuevo, vida real. Fue discurso, cierto, y muy inspirado, pero también fue acción concreta. De nuevo Nuestra América ha comenzado a ser, ya no solo una nación en sí, una nación que simplemente se conforma con existir, sino una nación para sí, es decir, una nación cada vez más consciente del enorme potencial que representa la unión y de la impresionante riqueza que aloja tanto su suelo como, principalmente, el poder creador de su pueblo.
Esto es lo que considera Obama una “amenaza inusual y extraordinaria” para la seguridad de Estados Unidos. Dentro de su lógica ¿deberíamos ser entonces débiles y sumisos, ensimismados en nuestros problemas cotidianos? ¿Deberíamos, en suma, dejar de ser bolivarianos, ser gente sin principios, sin dignidad para merecer el reconocimiento del imperio? Cualquier comentario resultaría tonta necedad.
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